Read this essay in English: Metalwork in Ancient Colombia
El norte de Sudamérica, en lo que hoy es Colombia, fue el hogar de distintas sociedades que crearon numerosos estilos de orfebrería desde el 500 a.e.c. hasta el siglo XVI. A pesar de esta historia continua, no todas las comunidades escogieron expresar sus ideas sobre el cosmos, la sociedad y la gente a través del metal. Por ejemplo, no hay evidencias de producción o uso de metales durante la época prehispánica en las regiones de la Amazonia y la Orinoquia (los Llanos Orientales) que conforman más de la mitad del territorio colombiano. Más bien, la metalurgia se originó a lo largo de la costa del Pacífico, entre el norte de Ecuador y el sur de Colombia, y permaneció concentrada allí, en la costa del Caribe y en los valles y montañas de los Andes.
Los orfebres de la parte sur de la región privilegiaron las antiguas tradiciones tecnológicas de los Andes centrales: solían martillar el metal para crear sus objetos, mientras que los de las regiones central y norte tendían a utilizar el vaciado a la cera perdida, una novedosa aproximación que llegaría a dominar los estilos posteriores de la orfebrería centroamericana (véase Gold in the Ancient Americas). A pesar de estas preferencias regionales generales, en el norte también se pueden encontrar objetos martillados, al igual que en el sur se hacían piezas vaciadas a la cera perdida, y algunos objetos y estilos reflejan una destreza considerable en ambas técnicas.
El oro y el cobre—casi siempre en aleaciones hoy conocidas como tumbagas—fueron los metales principales de estos artistas, aunque otros elementos son evidentes en sus obras. La plata, cuyo uso intencional se limitaba al Altiplano Nariñense en el sur de Colombia, suele estar presente en los artefactos de otros estilos debido a su presencia natural en el oro de origen aluvial. El platino, por su parte, sólo se encuentra en la metalurgia de la cultura Tolita-Tumaco (500 a.e.c.–300 e.c.) utilizando una técnica de sinterización. En esas obras, se calentaba una mezcla de partículas de platino y oro hasta aproximarse al punto de fusión del oro (1.064°C; 1.948°F) y luego se martilleaba para trabajar ambos metales y lograr la forma deseada.
Cabría esperar que la producción de objetos de metales preciosos coincidiera con la existencia de élites acumuladoras de riqueza. Sin embargo, las jerarquías sociales de las antiguas sociedades colombianas no se basaban en el acaparamiento de bienes o en el control de los recursos económicos. El poder y el prestigio se expresaban en el mantenimiento de las alianzas y redes de intercambio, en la transmisión de ideas cosmológicas fundamentales y en una adhesión hacia principios culturales compartidos. Los objetos de metal y otros bienes materiales eran esenciales para alcanzar estos fines. De ahí que la diversidad de la orfebrería colombiana sea una manifestación de los diferentes regímenes de valores a través de los cuales las sociedades indígenas dieron forma a sus concepciones de la autoridad y la jerarquía social.
En general, los artefactos metálicos se creaban como ofrendas a seres tutelares y como adornos para los cuerpos de los vivos y de los muertos. Estos propósitos se podían superponer con facilidad, como en el caso de los ajuares funerarios de oro de la cultura calima (yotoco) (100 a.e.c.–700 e.c.) que servían, a un mismo tiempo, como ofrendas y ornamentos. Las diademas
, las narigueras , los pectorales y los colgantes con figurillas en miniatura ; recuperados de los enterramientos de las élites suelen presentar huellas de desgaste y de reparación que atestiguan su mayor uso y circulación en vida. Sea cual fuere el contexto de su presentación, el efecto de estos artefactos debió de ser realmente sorprendente ante los espectadores: intensamente amarillos debido al uso de oro aluvial, pulidos hasta alcanzar un brillo intenso y poseedores de un potencial cinético gracias a los elementos calados y colgantes.En contraste con los objetos diseñados para la exhibición, la orfebrería de la cultura muisca (1000–1600 e.c.) de la Cordillera Oriental incluía objetos destinados a ser ocultados. La orfebrería votiva muisca se colocaba en recipientes cerámicos que servían como repositorios para ofrendas que se depositaban bajo tierra o en lagos, lagunas o cuevas y que incluía, entre otros materiales y sustancias, piedras preciosas, copas, conchas, textiles y alimentos. Con una marcada inclinación al vaciado a la cera perdida, los orfebres muiscas elegían los metales y la iconografía de sus artefactos en función del mensaje que quisiera transmitir quien encomendaba la ofrenda. Mientras que sus objetos terminados eran relativamente toscos en comparación con los objetos calimas—el tratamiento de la superficie era mínimo, y los alimentadores de la fundición a veces permanecían adheridas
; —los artistas muiscas invertían un esfuerzo considerable en la elaboración de modelos en cera, como lo demuestra la meticulosa y delicada representación de armas , tocados y collares en las figurillas.Los orfebres colombianos daban gran importancia al color del metal que trabajaban, ya que expresaba ideas profundamente arraigadas sobre el cosmos. Se creía que los cambios de color, brillo e intensidad del sol y de la luna en los ciclos diarios y estacionales estaban asociados al nacimiento, la maduración, la muerte y la regeneración del universo y de todos sus seres. En consecuencia, el acabado y la tonalidad de los objetos metálicos reflejaban asociaciones simbólicas que se reforzaban con la adición de elementos cinéticos, sonoros, olfativos y táctiles. Como creadores de objetos poderosos, los orfebres eran vistos como maestros de procedimientos demiúrgicos para manipular los elementos mismos que componían el universo, y sus talleres, hornos y crisoles se consideraban escenarios de la gestación y transformación del mundo.
El simbolismo complejo de esta iconografía metalúrgica ofrece una visión importante del pensamiento de las sociedades indígenas de Colombia. Las figuras que combinan rasgos humanos y animales transmiten el poder transformador del chamanismo y los atributos esenciales que comparten los seres humanos y no humanos
. Tales nociones están plasmadas en el ícono del humano-murciélago de los cacicazgos taironas de la Sierra Nevada de Santa Marta (900–1600 e.c.; ; ). Las distintas advocaciones de este ícono indican que para la metamorfosis se requiere el uso de adornos faciales de oro para evocar los rasgos del animal: los ornamentos de las orejas simulan la protuberancia frontal del trago auditivo del murciélago; una nariguera eleva el tabique nasal en clara alusión al hocico en forma de tubo ; y un adorno que atraviesa una perforación sublabial recrea la carnosidad ubicada debajo del labio inferior ; ; . El murciélago ha sido durante mucho tiempo una presencia importante en la cultura material de la Sierra Nevada de Santa Marta, anterior a los cacicazgos taironas y que se extiende hasta los indígenas kogis de la actualidad. Como mamífero nocturno que puede volar, se le considera un mediador entre mundos, y su asociación con la sangre lo hace un potente símbolo de fertilidad y fecundidad.Las plantas desempeñan un papel menos destacado en la antigua orfebrería colombiana, con una excepción significativa: los recipientes para cal (poporos) del estilo Quimbaya Temprano (1–700 EC). El uso ritual de la coca en los Andes consistía en colocarse una pizca de sus hojas en la boca junto con una pequeña cantidad de cal en polvo hecha de conchas marinas. Como recipientes para la cal, los poporos de oro adoptaron la forma de los frutos de las calabazas, calabazos y totumos. Cuando los poporos son, o incluyen, representaciones antropomorfas, se destacan por su gran realismo y por ser, en su mayoría, femeninas
; . Debido a esto, se ha visto una expresión del simbolismo de la fertilidad en la conexión entre poporos de oro, calabazas y mujeres: los tres tienen la capacidad de contener y activar elementos vitales para la regeneración de la sociedad y el universo.Los registros de las primeras décadas de la exploración europea en lo que hoy es Colombia ilustran la vitalidad y diversidad de la orfebrería indígena a principios del siglo XVI. En el periodo colonial, nuevos regímenes de valor y formas de comprender el prestigio, el poder y la riqueza afectarían la percepción local de los metales, parte de un proceso de transformaciones globales del que aún somos testigos y protagonistas.